Que el Estado de Chile condene o no a Rusia por el conflicto militar en Ucrania no es una cuestión de izquierdas o derechas, tal como lo está intentado simbolizar un sector del periodismo chileno para inventar conflictos al interior de la coalición del presidente Gabriel Boric. Para Chile, los eventos en el este de Europa no deberían ser ni una invasión ni una operación militar, sino que un conflicto militar limitado con la posibilidad de expandirse a una guerra total. Desde esta definición, se debería articular la política exterior chilena.
Pensando en la instalación del gobierno del presidente Gabriel Boric, la posibilidad cierta de condenar la invasión rusa en Ucrania bien podría significar una decisión estratégica que le permitiría ganar tiempo para construir un liderazgo nacional que le dé gobernabilidad en el Chile actual.
Condenar la invasión rusa sería visto como una señal positiva para esa élite intelectual y política chilena que se siente, se piensa y se ve a sí misma como blanca-occidental. Implica ponerse en el lado de una civilización que articula el discurso de estar defendiéndose del ataque bárbaro del autoritarismo oriental. Esto, a pesar de que ni el choque de civilizaciones de Huntington, ni ningún manual de relaciones internacionales que se enseñe en los programas internacionales de Europa y los Estados Unidos, consideren a América Latina como parte de occidente.
Así, este tipo de decisión sería estratégica porque no distinguiría derechas de izquierdas, ni blancos de morenos, ni mujeres de hombres, puesto que articularía a quien se sienta parte del discurso de la civilización occidental, democrática y libre. Dicho de otra forma, puedo ser hombre, de ascendencia mapuche, miembro del cuerpo diplomático, vecino de la Bolivia Plurinacional de Evo Morales, y todavía tener la mentalidad tan blanca y occidental como la de, solo por nombrar aleatoriamente, Axel Kaiser, Agustín Squella, y Carmen Hertz.
Inclinarse por condenar la invasión rusa, por tanto, sería una práctica de lo que el mismo presidente Boric ha llamado como la práctica de la “ponderación”. Sería una decisión realista en el entendido de que sería altamente inviable conducir una revolución institucional en lo doméstico impulsando, al mismo tiempo, una política exterior contestataria del orden mundial occidental. Varias experiencias en nuestra América nos muestran lo riesgoso, y a veces estúpido, que es llevar a cabo estas dos iniciativas al mismo tiempo.
Sin embargo, lo que pueda ser cuestión de realismo en lo doméstico, puede terminar por sedimentar un idealismo espurio en lo internacional.
Si fuese cierto lo que Tomás Mosciatti anunció en uno de sus últimos videos, que el presidente Boric ya eligió ponerse en el lado de los Estados Unidos, no debería extrañarnos entonces que la futura política exterior chilena fuese excluida de los cambios que se están llevando a cabo en la revolución institucional actual. En ese escenario, lo más probable es que el Chile de Boric continúe, e incluso profundice, el idealismo que caracterizó a la política exterior de las últimas tres décadas.
La apertura unilateral hacia los mercados internacionales, la tentación permanente por hacerle guiños a Taiwán sobre la base de una concepción cosmopolita de la democracia, la política de los TLCs y la judicialización de la defensa de la soberanía ante las ofensivas peruanas y bolivianas reafirman el carácter idealista, y hasta naïve en algunos casos, de la política exterior. Por ejemplo, no existe un caso en la historia de la Corte Internacional de Justicia en la que un país sustancialmente más poderoso demande a uno que sea, bajo todo punto de medición, absolutamente más débil. La única excepción es la demanda chilena en contra de Bolivia por el Silala. Visto así, el viaje de Piñera a Cúcuta no es más que la guinda de la torta.
No obstante, para efectos del análisis internacional, la eventual decisión del futuro gobierno de identificarse en el lado occidental, para así condenar a Rusia, implicaría de facto avalar no solo la existencia de la OTAN, sino que también su expansión. Significaría creer en una conducta impoluta y transparente del presidente Zelensky sobre los acuerdos de Minsk. En suma, implicaría negar la dimensión política del conflicto y creer en la agencia pasiva de ese mundo blanco-occidental que reduce la causa del conflicto a la naturaleza maligna de Putin.
En el reciente discurso del Estado de la Unión, junto con dividir el mundo entre el bien y el mal (cuan Bush), el presidente Joe Biden fue claro en apostar por el renacimiento del orgullo nacional por aquello que es “made in America” (cuan Trump). Es decir, los Estados Unidos continuarán replegándose del mundo, rescindiendo de aquel sueño de una globalización unipolar. Hoy, más bien, los Estados Unidos están en medio de una competencia por sobrevivir en un mundo multipolar y anárquico; un mundo que aún no sabe cuáles serán las consecuencias a mediano y largo plazo de las sanciones en contra de Rusia, las cuales se suman a los efectos de la pandemia.
Los tiempos no están para idealismos o cruzadas internacionales. Menos para países tan abiertos y expuestos a los vaivenes mundiales como Chile. Es de esperar que el presidente Boric articule una política exterior sin anteojeras, que le permita nadar en las turbulentas aguas de la multipolaridad y la pluralidad de los regímenes políticos existentes en el mundo.