En estos días, el nombre de Daniel Fuenzalida ha sido el epicentro de una controversia mediática que, como suele suceder, ha sido alimentada más por la sospecha que por la evidencia. El conductor de televisión, locutor radial y reconocido rostro del espectáculo nacional ha sido duramente criticado por inscribir marcas de terceros, entre ellas nombres asociados a programas y rostros de la industria. Pero antes de sacar conclusiones tajantes, vale la pena detenerse, observar con mayor profundidad y preguntarse: ¿fue realmente un acto de mala fe?
En un país donde el registro de marcas muchas veces es una estrategia preventiva, casi automática, lo de Fuenzalida parece más un descuido de forma que una jugada perversa. Porque si hubiese querido efectivamente lucrar o apropiarse del trabajo ajeno, lo lógico habría sido inscribir, explotar y monetizar esas marcas. Pero eso no ocurrió. Ninguna de estas marcas fue usada comercialmente ni se presentó una intención de hacerlo. La mayoría simplemente quedaron dormidas en el papel, registradas —sí— pero sin acción.
El error de Daniel fue no prever las interpretaciones que se le darían a ese acto, especialmente en un ambiente mediático tan hostil y predispuesto al escándalo como el nuestro. Pero de ahí a decir que hubo dolo, hay un largo trecho. No se inscribieron marcas de personas naturales con nombres inventados para engañar. Tampoco se levantaron proyectos paralelos con esas marcas. El hecho concreto es que esas inscripciones no pasaron más allá del escritorio.
Y si bien es legítimo que haya molestia por parte de quienes se sienten pasados a llevar, también debemos entender que este no es un caso donde alguien se enriqueció a costa de otro. Acá no hay una apropiación comercial ni un aprovechamiento público del esfuerzo ajeno. Lo que hay es, quizás, un exceso de celo en registrar nombres que le parecían relevantes para su futuro profesional. Eso, lejos de ser un crimen, es una estrategia habitual en el mundo del espectáculo.
No hay que crucificar a quien no actuó con mala fe. Daniel Fuenzalida ha demostrado, a lo largo de su carrera, ser una persona honesta, trabajadora y profundamente resiliente. Esta polémica, más que hundirlo, debería servirnos como sociedad para diferenciar entre errores administrativos y verdaderos actos de mala intención. Porque si empezamos a juzgar a todos con la misma vara, incluso aquellos que no han hecho daño real, solo conseguiremos una industria más mezquina, menos comprensiva y más cínica.
Y en eso, nadie gana.