Nuevamente nos enfrentamos a la amarga realidad de no clasificar a una competencia deportiva de nivel mundial. El Mundial de Fútbol 2026, que se disputará en México, Estados Unidos y Canadá, no contará con nuestra presencia. La frustración es inevitable, aunque en paralelo surgen luces de esperanza gracias al crecimiento de disciplinas como el balonmano, el voleibol, el rugby o el hockey, deportes que han comenzado a escribir páginas de progreso y consolidación silenciosa.
Sin embargo, cuando hablamos de fútbol, resulta imposible no mirar hacia atrás. Se evocan con nostalgia los procesos vividos entre 2007 y 2010, e incluso entre 2012 y 2016, donde la selección logró una participación internacional que, dentro de nuestras limitadas capacidades, alcanzó un reconocimiento global. No fueron hazañas descomunales, pero sí significativas para el país y para los jóvenes deportistas que soñaban con llegar a la élite. Hoy, en cambio, ese prestigio se diluye, mientras resurgen las críticas y la autocrítica desde distintos sectores.
La discusión, recurrente y desgastada, suele girar en torno a lo mismo: qué se hizo mal, qué no se hizo o qué se debería mejorar. Si realmente queremos pensar en un futuro distinto, los cambios son evidentes, casi de perogrullo. La competencia en el fútbol menor necesita ser reformada; la formación de jugadores en cada club debe adquirir un enfoque académico y, sobre todo, debe instalarse una discusión académica real entre los distintos estamentos. Esto implica un proceso de análisis, intercambio y contraste de ideas, apoyado en teorías, evidencias y argumentos sólidos, que permita levantar proyectos validados y comprobados, más allá de opiniones circunstanciales.
El siguiente paso es consolidar un proceso de formación continua de dirigentes, y cuerpos técnicos en general. La preparación de nuestros deportistas requiere mayor rigurosidad en todos los aspectos y evitar seguir justificando nuestras carencias en comparación con otras naciones. Asimismo, las instituciones responsables de formar entrenadores deben revisar a fondo sus programas de formación continua, orientarlos hacia la capacitación permanente, desde la investigación, articular contenidos de manera coherente desde el pregrado hacia el posgrado. Los jefes técnicos de los clubes, por su parte, deben asumir con valentía el desafío responsable de participar activamente en esta discusión académica para la construcción de un proyecto común, pero también, adecuado a cada contexto socio cultural y biológico.
Una solución es levantar un proyecto modelo de captación y selección de talentos, a partir del perfil que cada atleta requiere, y así avanzar hacia una formación coherente con las demandas del fútbol contemporáneo. Si no se logra, queda la satisfacción de haber apostado a un método validado de trabajo. Incorporar equipos menores amateurs a la competencia de cadetes, como se hizo en los años 1975 y 1978, permitirá aumentar las confrontaciones deportivas.
Hoy en día, el fútbol mundial se caracteriza por un constante movimiento de jugadores entre países con cifras millonarias, lo que garantiza tanto éxito deportivo como supervivencia financiera para los clubes (Sarmento, Anguera, Pereira & Araujo, 2018). En Chile, en cambio, la formación de futbolistas recae principalmente en los clubes profesionales, los cuales suelen errar en su tarea al privilegiar el éxito inmediato en las divisiones menores por sobre la construcción de trayectorias sólidas. Esta situación invita a reflexionar: ¿se están seleccionando talentos deportivos o simplemente capacidades físicas al servicio de resultados tempranos? ¿Quién es mejor entrenador en el fútbol joven: aquel que gana más títulos o el que logra insertar un mayor número de jugadores en el profesionalismo?
Las investigaciones nacionales recientes han puesto el foco en factores aislados: la valoración del pico de crecimiento (Roca, Vásquez & Valderas, 2017), la composición corporal (Duarte, 2015; Hernández-Mosqueira et al., 2013; Jorquera, Rodríguez, Torrealba & Barraza, 2012), el análisis fisiológico del esfuerzo por posiciones (Toro, 2001) o la potencia y el índice de fatiga (Roca, Vásquez, Valderas, Sepúlveda & González, 2018). Sin embargo, estos aportes fragmentados no entregan una visión integral ni los instrumentos de evaluación más adecuados para determinar si estamos seleccionando a los jóvenes futbolistas de manera correcta (Barrera, Valenzuela, Maureira & Sarmento, 2021).
La encrucijada está clara: o seguimos repitiendo diagnósticos vacíos y justificaciones superficiales, o nos atrevemos a construir un modelo formativo integral, validado y sostenido, que devuelva al fútbol chileno la competitividad perdida.