La tecnología debe entenderse menos como un conjunto de artefactos y más como una interfaz de conocimientos contextualizados, un espacio donde saberes científicos, técnicos, sociales y culturales se articulan para dar forma a prácticas y sentidos. No se trata de un dominio autónomo, sino de un entramado que traduce conocimiento en acción y que, al mismo tiempo, reconfigura las condiciones mismas del saber.
La historia nos recuerda que cada innovación técnica ha implicado una reorganización de los marcos de comprensión social. La imprenta no sólo multiplicó libros, sino que instituyó nuevas formas de autoridad intelectual. La electricidad no sólo iluminó fábricas, sino que transformó ritmos de vida y modos de disciplina. Hoy, los algoritmos y la inteligencia artificial actúan como filtros invisibles que determinan lo que consideramos relevante, naturalizando criterios externos a la deliberación humana. Esa delegación del juicio puede ser peligrosa si no contamos con ciudadanos capaces de comprender y cuestionar esos procesos.
Muchas veces nos preguntamos para qué sirven las matemáticas, la estadística o la física, la respuesta se vuelve clara cuando se entiende como parte de una interfaz de saberes: la estadística, por ejemplo, deja de ser un conjunto de fórmulas abstractas cuando se combina con herramientas digitales para analizar datos de salud en una comuna o para proyectar el impacto de la sequía en la agricultura local. La tecnología no solo facilita la aplicación práctica, sino que otorga sentido cultural y social a disciplinas que, aisladas, parecen áridas o distantes.
Como bien expresó David Cavallo en su propuesta de emergent design desarrollada en el MIT y en OLPC: "La antropología epistemológica aplicada consiste en indagar las habilidades y conocimientos presentes en una comunidad y usarlos como puentes hacia nuevos contenidos." Esta mirada nos invita a construir una educación que emerja desde la experiencia local, fomente la apropiación crítica y fortalezca el vínculo cultural con los procesos de aprendizaje.
La actualización curricular que hoy se discute en Chile nos brinda una oportunidad histórica, no se trata solo de agregar asignaturas instrumentales como programación, robótica o alfabetización digital. Se trata de repensar la relación entre tecnología, saberes y contexto, para que el currículum no sea un listado de contenidos aislados y se convierta en un verdadero puente entre escuela y sociedad. Si logramos aprovechar este momento, podremos transitar hacia un currículum vivo, capaz de formar ciudadanos críticos, creativos y situados en los desafíos de nuestro tiempo.
La invitación es clara: que la tecnología no sea un fetiche, sino un lugar de mediación cultural, que abra horizontes de autonomía y sentido para las nuevas generaciones.