• 24 ABR DE 2024

¿Qué nos duele cuando nos duele?

a_uno_042067.jpg | Agencia Uno

“¡Ten cuidado bajando por el camino!", le grité mientras se reía y en su bicicleta se reflejaba el sol de la tarde. Habíamos estado conversando todo el camino de subida al cerro sobre lo importante de conversar y pasear.

“Uno no camina con cualquier persona, uno camina solo con quien uno tiene confianza, y esa persona en caso de peligro sabrá cuidarnos", “Conversando las almas se acercan, aprenden a dar amor y sanarse juntas". Y así se nos fue el largo camino de tierra y arbustos medio secos que todavía bordeaban el sendero del cerro.

De repente, la bicicleta empezó a agarrar velocidad mientras en su carita la expresión cambiaba de risa a miedo. Sin pensarlo comencé a correr gritando “¡hija frena, frena!”. Pero la tierra suelta impedía que la bicicleta disminuyera su carrera cuesta abajo.

A unos treinta metros venía una curva cerrada, que si la bicicleta no frenaba iba a irse cuesta abajo en un ángulo muy empinado. Corrí como si nuestra vida dependiera de ello. Y así era. Pocos metros antes de la curva, Sofía dobló el manubrio y una piedra la arrojó al borde de la cuesta arrastrándose unos metros, levantando una nube llena de polvo.


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Al llegar hasta ella, ella lloraba, y de los rasguños de su brazo y piernas brotaba sangre mezclada con tierra. En su carita las lágrimas parecían charcos de lodo que no cesaban de caer.

Tras asegurarme que no tuviera huesos rotos o algo grave, la abracé con todo mi cuerpo. Ella lloraba y ensuciaba mi pecho con sangre, polvo y lágrimas.

Luego del alivio de que ella estaba en mis brazos a salvo, sentí que sus lágrimas no eran del dolor del golpe, si no del miedo a que algo le pudiera haber arrebatado su corta vida.

Al verla tierna y angustiada, comencé a abrazarla con suavidad, y ya no con la fuerza de un papá que la sujetaba como volviendo al pasado, evitando que cayera. En ese momento su cuerpo no era lo que debía ser atendido con urgencia...en ese momento su alma requería calma y volver a sentir la seguridad de que la vida iba a continuar normalmente por muchos años más.

Mientras la acariciaba con mis manos, era mi alma la que buscaba tocar su pequeña alma y consolarla por medio de palabras, que querían dar calor y sacarle ese frío del alma que queda cuando la vida hubiera podido irse de imprevisto.

Tomó alrededor de veinte minutos lograr que su alma volviera a su cuerpo y pudiera decirme que estaba bien, mientras yo simplemente la sostenía, pues intuía que su alma no estaba bien para sostenerla, y solo podía mantenerse aquí si alguien más la sostenía.

Al llegar a casa me abrazó y me dio las gracias con sus ojos llenos de amor y admiración. 

Y yo me quedé con la impresión de que cuando un niño llora por algo, es a su alma la que hay que asistir y brindarle consuelo. Que el cuerpo es resistente, sabe sanar solo, puede esperar, y que el alma cuando se diluye por el miedo, pena o por angustia necesita ser sostenida urgentemente, mientras descansa y toma vuelo para seguir su vivir. Que a los niños cuando se pegan, o se caen, primero hay que hacerles sentir seguridad y calma, de que no están solos, que todo estará bien y que siempre, siempre, quienes los aman estarán ahí para darles calor a su alma.

Nuestros hijos necesitan ser cuidados en cuerpo y alma, sobre todo el alma, porque el alma no sabe sanar sola como si lo sabe el cuerpo. Su alma necesita atención y ser vista, para estar atentos al miedo o soledad, pues en esos momentos la semilla de la adultez puede aprender a que está sola y vulnerable, o aprender, por medio de cuidados amorosos, que estamos juntos y que juntos afrontaremos todo lo que venga.

¿Qué duele cuando duele?, duele el alma que no es vista e invisible camina hacia y en soledad.